31 julio, 2016

Julio

Este mes que hoy termina fue difícil.
El 1 de julio arranque el mes sorprendida porque marcó la mitad exacta del año. Me costaba creer que ya habían pasado 6 meses desde el comienzo del 2016 y que entramos en la recta final. 6 días después, comencé a leer un libro sobre un hombre británico de 40 años que a los 24 tuvo una crisis depresiva y cuenta sus experiencias con la depresión y la ansiedad. Pensé que leer este libro me haría sentir mejor, por su titulo optimista que apuntaba a preservar la vida, pero me sucedió lo contrario. A medida que iba leyendo, mis esperanzas de tener una vida más o menos normal se iban yendo. Porque vi que este hombre aún tiene episodios depresivos, no se curó. Parece que no hay una cura para esto. No es como una gripe o un cáncer, que si se detecta a tiempo puede curarse. Es algo más profundo, que afecta al centro de todo: al cerebro.
Esa misma semana mi psicóloga me prestó un libro que habla sobre la depresión y cómo superarla. Leyéndolo me di cuenta de que tengo una depresión endógena latente. Los que la padecemos experimentamos "una importante dificultad para vivir la vida cotidiana" y nos invaden la angustia y el cansancio. Saber esto me desmotivó aún más porque quiere decir que lo que tengo no es causado por un hecho externo sino que es algo que es parte de mi cerebro.
Me puse a pensar en mi historial de depresión y puedo recordar perfectamente que a los 13 años tuve mi primer episodio depresivo. Fue en el 2008, al final de un año que tuvo varios conflictos en el ámbito social, perdí amistades, perdí confianza, gané ansiedad, mi agorafobia empeoró. Terminé el año con una angustia que no me dejaba comer y me tenía durmiendo por más de 12 horas. Poco a poco, distrayéndome con la lectura, hablando y enfrentando mi reciente miedo a andar en ómnibus, fui recuperándome pero mi cabeza ya no era la misma. Podría decirse que mi depresión comenzó en mi adolescencia, cuando empecé a darme cuenta de que iba a tener que hacer cosas por mi cuenta, cuando me enfrenté a responsabilidades que hasta entonces no tenía. A los 12 me vino una alergia psicosomática que dejó mi autoestima por el suelo. Tenía eccemas por todo el cuerpo, los de la cara y los brazos eran los peores. El único gran cambio en mi vida durante ese tiempo fue el paso de la escuela al liceo, así que claramente todo comenzó al entrar a esta nueva etapa.
Mi historia con la ansiedad fue diferente. Siempre estuvo ahí.
Claro que todas las personas experimentamos ansiedad en nuestra vida. Pero cuando la ansiedad es tan grande que nos impide hacer actividades que nos gustaría hacer por miedo, entonces tenemos un trastorno de ansiedad. Cuando era chica me daba miedo estar fuera de mi casa. Ya lo hablé en este blog. Mi ansiedad siempre estuvo ligada a la agorafobia, que es un tipo de ansiedad. A medida que fui creciendo fui ampliando mi zona de confort pero aún es limitada. Lo bueno es que ahora que sé que lo que me pasa no es raro, puedo hablar de eso y me siento mejor.

Volviendo a la depresión, mi último episodio depresivo fue el martes pasado. Fui a la psicóloga y me larqué a llorar. Estuve como 40 minutos en los que paraba, hablaba y volvía a empezar. Salí de sesión y devuelta lloré. En la calle, mientras iba al super. En el super, mientras cumplía con la lista que mamá me había dado antes de la sesión. En la caja me calmé. Volví a mi casa, dejé las bolsas y cuando papá me abrazó me largué de nuevo. Consideré morir. Lo pacífico que sería dejar de lidiar con toda esa angustia que me dificultaba respirar. Pensé en la manera más fácil de hacerlo, pero cuando lo pensaba no pensaba en morirme, pensaba en como me iban a llevar rapidísimo al hospital. Me di cuenta que no quería morir, quería ser salvada. Que me tomasen en serio. Que hubiera una prueba real, externa, de lo mal que estaba pasándola internamente. No hice nada. En realidad si hice algo. Escribí esto:
“If you really wanted to die you’ll do it. You wouldn’t be thinking about the big scar that’ll be left on your forearm or how you’ll be rushed to the hospital. You’d just do it. Alone.”
“That proves you don’t actually want to die. What do you want, then? To be saved?”
That’s what my mind has been telling me.
Maybe I want people to see that this is serious. That my head is actually messed up. That medication isn’t working. That being alive it’s too difficult right now.
Maybe I just need someone to say “I’ll be with you no matter how hard it gets.” Maybe I need to say that to myself. Maybe my inner child needs all the love she feels she didn’t have and that’s why my adult self feels unloved. Maybe I need people to understand that I’m actually ill. Not to have their pity, rather their sympathy. 
But what do I do with that? Would I feel better? Would I feel relieved somehow, to have someone validating my sorrow? 
Perhaps the big problem is that I don’t fully come to terms with it. I read about it, I talk about it but truth is I hate it. And at the same time, it’s all I’ve known since I was 12. Or perhaps longer, who knows. This has been in my mind for too much time now. It has grown with me, within me, like a tumor. The black fog is like an annoying friend. I feel forced to be friends with it but don’t fully accept it. Should I accept that this is part of me? That it might not go away? That people won’t understand unless it is within them too?
Perhaps it is time to accept I have depression. This ugly word that doesn’t do justice to the illness it defines. 
Perhaps it is all I can do to save me.
El miércoles le confesé a mamá que no tenía ganas de seguir viviendo. Lloramos. Me arrepentí de habérselo dicho. Mi ánimo estaba por el suelo pero igual fui a clase porque el lunes ya había faltado. Aguanté casi toda la clase, pero media hora antes de que termine me volvió el llanto. Fui al baño, sintiéndome patética por no poder estar todo un día sin llorar. Me miré al espejo. Respiré. Consideré lo poco que quedaba de clase, consideré las ganas que tenía de seguir llorando, me lavé la cara, volví al salón, agarré mis cosas y me fui caminando con cabizbajo hasta la parada de ómnibus. Lloré en el ómnibus también. No podía parar. Escuché en repetición un audio relajante para intentar tranquilizarme antes de llegar a casa. Llegué, expliqué mi salida temprana, cené, me acosté. No lloré más. El jueves mamá me acompañó a la psiquiatra pero no estaba. Fuimos al super juntas y me sentí mejor. No lloré en todo el día. El viernes ya estaba estable.
Ahora es domingo. Sigo estable, no estoy feliz ni triste. Me cuesta concentrarme, me hablan y me disperso. Pero lo estoy intentando. Estoy intentando ser lo más normal que puedo. Por los que me rodean, porque sé que les duele verme mal. Y supongo que por mi misma también, porque tengo que seguir viviendo.

En agosto...
Quiero vencer la modorra
Quiero sentirme querida
Quiero reírme más
Quiero disfrutar
Quiero vivir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario